LOS JÓVENES FRENTE A LA RESPONSABILIDAD DE LA ELECCIÓN VOCACIONAL

16.05.2010 11:30

 

Autor: Ina Siviglia Sanmartino. Profesora de Antropología en la Facultad teológico de Palermo.

Tradujo Francisco Lansac Solán.

 

 Es un tema muy delicado y atractivo el que se ha elegido para este encuentro anual vocacional, aunque no pueda evitarse que aparezca también como amplio y complejo.

El mundo juvenil del momento actual no es ciertamente una realidad homogénea ni homologable; por eso todavía resulta más difícil el presentar un discurso que aborde de forma global nuestro tema; soy consciente de las limitaciones que implica todo intento generalizador.

Con esta consideración estoy expresando algo de lo que todos estamos convencidos: que así como no existe una lectura unívoca de la problemática juvenil, tampoco existe una receta que sea válida para todos los casos y situaciones.

El tema general elegido, “Configurados con Cristo”, sin duda que supone un gran compromiso; expresa el objetivo fundamental y final en el que debe cristalizar toda existencia cristiana, objetivo que sólo se puede alcanzar con el concurso de la libre voluntad, soporte de la armonización de los diversos componentes de la persona humana, y con la gracia iluminadora y vivificante del Espíritu santo, el único que puede configurar al hombre con Cristo.

Se trata pues de un proceso sinérgico en el que en definitiva la docilidad de la persona juega un papel determinante en la consecución del objetivo; de ahí la necesidad de conjugar decisión, ascesis y abandono confiado en el Señor para no oponer resistencia a la acción dinámica y directiva del Espíritu.

Se me ha pedido una contribución específica bajo el título “Los jóvenes frente a la responsabilidad de la elección vocacional”, cuestión ésta muy delicada y problemática, dado que en general los jóvenes tienen bastante dificultad para asumir responsabilidades, no sólo en éste sino en cualquier ámbito de la vida.

En la actualidad, fácilmente podemos observar cómo el proceso de maduración, de cara a conseguir un objetivo, en la mayor parte de los muchachos parece encontrar algunos inconvenientes y obstáculos; de ahí su dificultad para hacer una elección seria y responsable en su momento adecuado.

La elección vocacional, entendida en sentido amplio y por tanto incluyendo tanto la elección de especial consagración en el ámbito presbiteral y de vida consagrada como la conyugal, resulta ser muy problemática, por lo que hablando en general podemos decir que se retrasa todo lo que se puede, a menudo se aparca y a veces se abandona después de pasado un tiempo de haber hecho la elección.

No es extraño pues que en los últimos veinte años se haya reflexionado ampliamente sobre este tema, tanto desde la óptica de las ciencias humanas como desde la perspectiva antropológica, espiritual y pastoral.

Nuestro trabajo es una pequeña síntesis del tema dividido en tres partes: una descriptiva, otra centrada en lo problemático y una última en línea de propuestas.

1. PARTE DESCRIPTIVA

 Los horizontes

 Trataré de delinear brevemente los horizontes en los que nos movemos ofreciendo algunos elementos que nos puedan ayudar a trazar las coordenadas histórico-ambientales en las que se sitúan los jóvenes de hoy en su proceso de crecimiento.

Horizonte mundial

 El pasado once de septiembre ha sido la demostración palpable, en su aprehensión simbólica, del fin de un mito que hasta ese momento parecía intocable: el mito de la superpotencia.

En pocos minutos una minoría de terroristas, digamos que insignificante e irrelevante a los ojos de la mayoría, mostró que es posible atacar aquellos objetivos que a primera vista aparecían y parecían como una fortaleza inexpugnable.

El poder económico, la estabilidad política, el grado de tecnología alcanzado, las conquistas científicas, los medios militares, los servicios secretos no han sido capaces de prever y por tanto de prevenir la tragedia, tampoco la guerra contra el terrorismo ha podido resolver de inmediato el problema, cosa que parecía fácil en principio.

En el año 2000 la celebración del Jubileo había creado expectativas de convivencia pacífica entre los pueblos y parecía que el milenio se inauguraba con un saludable optimismo.

En realidad el 2001 ha visto estallar una guerra “mundial” a todos los efectos contra un fenómeno grave que tiene visos de continuar siendo visible y tangible y, al mismo tiempo, misterioso y “fantasma”… inclasificable, difícil de delimitar y eliminar.

Por otra parte, estos acontecimientos ni pueden ni deben dejar en segunda línea otros focos de guerra presentes actualmente en el mundo, pensemos, por ejemplo, en el grave conflicto entre judíos y palestinos.

De cualquier forma hay que destacar un fenómeno importante en la lectura de los hechos: la diferencia económica, social y cultural entre el norte y el sur aparece cada vez más macroscópica y crea tensiones y conflictos agudos en distintos niveles.

Muchos sienten un gran malestar y nos advierten de las dinámicas y de las dimensiones de una injusticia que tiende siempre a encontrar falsas justificaciones.

El fenómeno de la globalización, a juicio de muchos, no se puede ralentizar y menos aún frenar.  Por eso, antes que dar el ultimátum a la globalización o no globalización, tal vez haya que elaborar con responsabilidad una nueva globalización, orientándola hacia dinámicas de auténtico progreso que tienda a acortar las distancias entre países ricos y pobres.  Y nosotros los cristianos, si no queremos ir a remolque de la historia, tendremos que situarnos en primera línea para poder trabajar en esta dirección.

A los jóvenes que a menudo y por desgracia permanecen distantes e indiferentes y con un gran absentismo respecto a tantos hechos que están ahí, habría que sensibilizarlos, guiarlos y acompañarlos en un itinerario de concienciación y en un ejercicio de responsabilidad ante los fenómenos mundiales de cualquier género, especialmente en todo lo que se refiere a la necesidad de la paz y de una mayor justicia entre los pueblos.

A la luz de los hechos recientes, no se puede pasar por alto el hecho de que el mito de lo que se entiende por “superpotencia” ha sido reemplazado por una cultura del límite, inspiradora de la vulnerabilidad de cualquier proyecto humano.

Horizonte europeo

La caída del muro de Berlín había creado y alimentado muchas esperanzas en el continente europeo.  Parecía como si se abriese por fin y definitivamente una época de progreso y de convivencia pacífica.  Sin embargo, el conflicto largo y sangriento de Bosnia y el drama de Albania son la punta emergente del iceberg que arrojan como resultado que existen tensiones subterráneas entre las diversas etnias, entre mundos culturales diferentes y también entre países ricos y pobres.

Con el inicio del año 2002 se ha puesto en circulación en doce países la moneda única europea.  El euro representa, sin embargo, sólo el primer paso hacia la unificación de Europa y aunque este hecho no es el más importante sí es el más palpable.  En realidad, todos nosotros, ciudadanos de Europa, deberemos recorrer el camino con una nueva mentalidad capaz de crear de modo constructivo un modelo social de convivencia dentro de las diferencias existentes, proyectándolo hacia objetivos comunes que no pueden reducirse sólo al ámbito económico sino que deben buscarse también en el social, cultural, político y religioso.

Vivir sin fronteras no puede significar sólo el no tener necesidad de presentar documentos de identidad en las fronteras de los países, sino sobre todo abatir dentro de nosotros mismos y entre todos cualquier forma de barrera y de este modo alcanzar una sociedad más justa y más solidaria.

Raramente, y si alguna vez lo han hecho ha sido muy superficialmente, los medios de comunicación han invitado a ir dando pasos significativos en otras dimensiones de la vida comunitaria que no sean las de naturaleza económica y política.

No será, por tanto, tarea fácil y automática la de integrar los diferentes proyectos, cuando los problemas y desafíos emergentes (ambiente, bioética, diálogo interreligioso..) exigen de todos gran capacidad de confrontación y de auténtica colaboración en lo que se refiere a tener unos objetivos comunes.

Ahora se nos está orientando hacia un estado federal.  Es una apuesta que de alguna manera nos empuja a todos a reencontrar el sentido de la casa común, sin olvidar por supuesto el patrimonio común proveniente del pasado junto con la diversidad de caminos existentes que de algún modo explicaría hoy las distancias y los posibles prejuicios entre los pueblos; y rastrear el futuro con nuevas iniciativas que hagan posible el conjugar libertad y solidaridad, identidad y participación, igualdad y diversidad en el respeto profundo de las diferencias y en el saber aguardar para que todos puedan llevar un paso de marcha común.

Los adultos deberíamos darnos cuenta de lo urgente que es educar a nuestros jóvenes para que se sientan ciudadanos europeos, dispuestos a mantener la memoria histórica, se sientan responsables del presente y se proyecten hacia el futuro, no de una forma genérica sino motivada por un proyecto en el que verdaderamente se sientan protagonistas en los distintos niveles.

 Horizonte eclesial

Después de las celebraciones del Jubileo, que tal vez han tenido cierto sabor de autocelebraciones, la Iglesia se abre al nuevo milenio, a la luz de los hechos dramáticos recientes, con temblor y preocupación por el futuro de la humanidad.

La historia interpela a la Iglesia para que asuma con responsabilidad la lógica de la encarnación, llegando a ser cada vez más un foco de luz en los diversos ámbitos de la vida humana y de la convivencia social.

A nivel mundial: los conflictos bélicos, los problemas relativos al cuidado de todo lo creado, el fenómeno de la globalización, la complejidad del desarrollo tecnológico y científico, especialmente en el campo de la bioética, las plagas de dimensiones planetarias como son la droga y el sida, todo ello desafía a la Iglesia a tomar postura sobre la base de un discernimiento bien pensado y realista, a ofrecer orientaciones claras y seguras, y también a una evangelización más fiel al dictado del evangelio y sobre todo a un testimonio de la caridad profunda y auténticamente radical que deje trasparentar la fuerza del amor.

Una interpelación viva, tal vez sentida todavía de una forma muy difusa, mueve a la Iglesia a un diálogo ecuménico e interreligioso.  El constante llamamiento del Papa a la paz, la justicia, el perdón se mueve en esta línea ecuménico.

Vivimos una época compleja y multiproblemática pero en la que es posible encontrar un centro que pueda irradiar esperanza desde la posibilidad concreta de la cooperación, de la oración en común, de un proyecto pacífico.

A nivel europeo: La Europa descristianizada exige de modo especial superar el escándalo de la división de las Iglesias cristianas e iniciar una época de toma de conciencia popular del valor de la fe cristiana compartida.

El mismo Jesús había pedido en la víspera de su pasión ut unum sint indicando de este modo el presupuesto para que el mundo pueda creer.

Queda mucho camino por recorrer pero es necesario reconocer que ya se han ido dando pasos significativos.

Es cierto que algunas formas de eclesiocentrismo, tanto a nivel de discurso como de praxis, deberían dejar paso a una visión mucho más cristocéntrica en el amplio horizonte del Reino, hacia el que, no lo olvidemos, la Iglesia tiene que dirigirse con las otras Iglesias cristianas.

La Iglesia además, a mi juicio, debería ofrecer subsidios y orientaciones para crecer como ciudadanos de una Europa que tiene orígenes cristianos y reencontrar en el valor de las raíces comunes la base de un humanismo renovado de inspiración cristiana.

II. PARTE PROBLEMÁTICA

Los jóvenes viven dentro de esos horizontes, que acabamos de indicar de una forma muy somera, respiran la complejidad como clima cotidiano, están aturdidos por la avalancha de noticias del mundo e invadidos por una retahíla de imágenes que se suceden a velocidad insospechada y no tienen tiempo ni recursos para jerarquizar los problemas ni para hacer con suficiente criterio unos juicios adecuados.

A veces se sienten confusos, perdidos, otras parecen revestirse de una costra de indiferencia para no sentirse trastornados, otras entran en la complejidad de nuestro tiempo asumiendo aspectos de los problemas emergentes, sin saberlos conjugar con el resto de la realidad.

Pero, de hecho, la mayor parte quedan impactados por las imágenes que les ofrece la televisión sin llegar a distinguir la gravedad de los dramas reales de la superficialidad y banalidad de otras propuestas que van apareciendo.

Para muchos, ver una película de acción, imágenes de guerra o curiosear en el mundo extraño del “gran hermano” son acciones equivalentes.

Los padres se sienten con frecuencia alejados de su mundo y en cualquier caso no se ven capacitados para educar a los jóvenes en una actitud crítica, ni encuentran tiempos y espacios de reflexión para profundizar en algunos aspectos.  Los muchachos no recogen el guante ante hechos que les atañen de cerca, como puede ser el hecho de la reforma educativa.

El clima cultural en el que viven inmersos es el del postmodernismo que les va llevando, sin que se den cuenta, a dejar a un lado la búsqueda del Absoluto y se contentan con ir rescatando algunos fragmentos de vida y alguna que otra experiencia intelectual.

Pero toda esta descripción no puede representar para nosotros los cristianos una realidad que aceptamos con resignación.

La crisis como cairós

Nuestra mirada cristiana debe permitimos penetrar en la realidad, intusire, descubriendo lo que otros no llegan a ver.  Dicho de otro modo, el cristiano tiene que ser capaz de percibir en la crisis un cairós, en la niebla un punto de luz, en la confusión una posibilidad de orden, en un sinsentido aparente la seguridad de un sentido mucho más profundo.

Los cristianos no podemos ser laudatores temporis acti porque la fe en el Espíritu santo, presente y actuante en la historia, nos lleva a leer el presente descubriendo semillas de novedad y de belleza, pero, sobre todo, a proyectarnos en el futuro con una visión llena de esperanza.  Lejos, pues, de nosotros cualquier juicio superficial y pesimista de nuestro tiempo y de nuestros jóvenes.

Dentro de esta realidad que parece tener todas las características de un tiempo crepuscular deberíamos estar dispuestos a pertrechamos de la fuerza de un tiempo favorable para hacer crecer la fe, la esperanza y la caridad de nuestros hermanos, siempre con la ayuda del Espíritu santo y la fuerza del evangelio.

¿Ofrecer respuestas o suscitar preguntas?

Quiero partir de una imagen para aclarar lo que quiero expresar.

En el pasado, los pilares de la personalidad y de la formación humana y cristiana se construían en la familia; la escuela y la parroquia edificaban a partir de un cimiento sólido.

Existía un único sistema de referencia moral y religiosa, los modelos de referencia (padres, amigos, profesores, educadores..) conectaban con ese sistema y en conjunto ofrecían un mensaje polifónico y armónico.

En nuestro momento actual el pluralismo nos pone ante sistemas referenciales diversos y tal vez hasta opuestos.  Los modelos tampoco aparecen como unívocos.

El joven, pues, siente que tiene que elegir entre realidades muy distintas y no siempre tiene la voluntad y el deseo de hacerlo; en cualquier caso raramente encuentra los medios para hacer un buen discernimiento, terminando de hecho por preparar una especie de cocktail en el que se asumen propuestas diferentes.  Sirva como ejemplo el sincretismo que ofrece la New Age que frecuentemente se asume de una forma acrílica, e incluso podemos decir que hay bastantes elementos que son asimilados por jóvenes que asiduamente frecuentan nuestras parroquias y nuestros grupos eclesiales.

Generalmente nuestros jóvenes reconocen un gran vacío fuera de ellos pero también en ellos mismos.  Con frecuencia llenan su mundo interior de lo que podemos llamar baratijas (música estridente, videojuegos, internet, televisión … ), habituándose a vivir dimensiones virtuales y perdiendo tal vez el gusto por una relación significativa con el otro, con el compañero, con la comunidad.

Aparentemente pasan muchas horas juntos pero en realidad el grupo no es más que el resultado de una suma de soledades.  Probablemente el escuchar juntos la música impide que exista un diálogo que vaya más allá de un intercambio de información y de experiencias banales.

Si este marco que acabo de exponer se acerca a la realidad, me parece ineficaz e inadecuada una propuesta de vida alternativa sic et simpliciter.

En esta cultura del límite que casi roza con la falta de sentido, y en cualquier caso en esta panorámica de vacío, no sólo es inútil sino que según mi parecer resultaría contraproducente el ofrecer perspectivas de sentido.  Sería como ofrecer respuestas a personas incapaces de cuestionarse, y podemos sospechar que ni les inquietaría ni les serviría de gran ayuda para ponerse en camino de búsqueda vocacional.

¿Dónde está pues el cairós?

A mi juicio, el cairós estaría en penetrar en este vacío hasta que el joven se dé cuenta del peso y espacio que ocupan las “baratijas” en su vida y ayudarle para que gradualmente vaya adquiriendo consistencia en él el deseo y el hambre de sentido.

En síntesis, más que ofrecer respuestas es necesario suscitar preguntas, destapando de este modo el abismo que supone la falta de sentido.

A nosotros se nos pide el saber leer el cairós dentro de este vacío, teniendo muy presente que Dios también puede hacer surgir hijos de las piedras … y que colaborar con el Señor significa dejar a un lado la presunción y las ansias de prepotencia y acompañar con humildad y fe, paso a paso, a cada persona para que vaya madurando en un proceso de concienciación.  Si no se es consciente de lo que uno es y de la situación histórica en la que se está inmerso, no puede existir responsabilidad.

¿Jóvenes de alas recortadas?

 En uno de sus escritos, Cencini destacaba el fenómeno relevante de la lenta e inexorable eutanasia de los sueños, de los deseos y de los proyectos en el mundo de los jóvenes.

Hay una tendencia muy extendida a identificar la realidad con lo que se experimenta, se ve o sucede alrededor de uno … como si el pensamiento, el mundo interior, la voluntad, la libertad no fuesen también realidad.

En el trasfondo de la afirmación bastante frecuente que dice “hay que ser realistas” se esconde una renuncia a expresar el propio misterio de uno y de la propia identidad y vocación, un sacrificio pues innecesario de la libertad personal que quiere desear, proyectar y tener un espacio propio.

 Jóvenes con alas recortadas: así aparecen muchos de nuestros jóvenes.

 No podemos resignarnos a esto: es necesario que los padres y educadores provoquen en ellos una sana inquietud, aquella inquietud que es signo de salud psíquica y espiritual y que es expresión viva de la vitalidad de una persona humana, especialmente del joven.

San Agustín, con aquella expresión harto conocida, afirmaba: nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios”.  La inquietud acompaña al homo viator que no cesa de interrogarse con preguntas existenciales: ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy? ¿por qué vivo? ¿qué me espera más allá de la vida terrena?

Quien ayuda a los jóvenes en su proceso de crecimiento tiene que ayudarles a tomar conciencia de las enormes potencialidades desconocidas que poseen.

El mundo de las necesidades, de los deseos, de las verdaderas necesidades

Existe un mundo oculto que los jóvenes deben conocer.  Las necesidades son sólo la punta emergente de un gran iceberg y no necesariamente la parte más significativa.

Hay que distinguir las verdaderas de las falsas necesidades, falsas necesidades que la sociedad consumiste se encarga de recordamos una y otra vez.

Uno llega a convencerse de que la necesidad es sinónimo de algo de lo que uno no puede prescindir si quiere vivir, pero esto no siempre es verdad; muchas cosas consideradas necesidades, de hecho no son necesarias.

Por el contrario, el deseo es relegado con frecuencia al mundo de la ilusión y de los sueños y no se considera como un valor antropológico de fuerza vital interior capaz de orientar la vida y de conducirla a metas que a primera vista pueden parecer impensables e inalcanzables.  Ayudar a un joven a descubrir positivamente sus deseos significa conducirlo a la percepción de su verdadero yo y alimentar su esperanza de realización.

Apercibimos de que “el hombre es su deseo” significa animar a los jóvenes para que descubran el valor de que son seres irrepetibles y a su vez darles voz y espacio.

Es verdad que el hombre llega a ser plenamente hombre cuando sabe que ha nacido para ser amado y para amar, que no puede eliminar su deseo de felicidad, que su deseo de lo infinito le conduce hacia lo eterno y que el querer tener a alguien a su lado le abre creativamente hacia el tú de Dios y el tú del prójimo.

En definitiva, la revelación de las verdaderas necesidades de una persona le ayuda en su proceso de crecimiento a relativizar su mundo de necesidades y a apuntar hacia lo que es absolutamente necesario: la necesidad de dar un sentido a la vida, al dolor, a la muerte, la necesidad de descubrir el horizonte de la salvación sub specie aetemitatis.

El posible éxodo de la superficialidad

Lo que le permite al joven comprender el sentido de la responsabilidad es su constante éxodo de la superficialidad en un viaje de doble dirección: hacia dentro y hacia fuera de sí mismo.

Partiendo de la condición existencias de cada persona es posible acompañarla en su proceso de interiorización.

De nuevo echamos mano de Agustín que nos dice: “Noli exire foras, in te ipsum redit, et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende te ipsum” (No salgas fuera de ti, entra en ti mismo y si encuentras que tu naturaleza es mutable, trasciéndele también a ti mismo).

La invitación a adentrarse en la propia interioridad, a saborear el silencio exterior e interior, a tomar conciencia de la propia identidad y de los deseos profundos de uno constituye la condición necesaria para situarse ante el misterio de la propia libertad y de su realización.

Descubrir que vivimos una vida, una sola vida, y acogerla como don que debe fructificar, significa que la partida de la existencia se juega aquí y ahora y, por tanto, significa llegar a valorar el tiempo que se nos ha concedido para lograr un fin que hay que identificar pronto y bien y hacia el que hay que movilizar todos los recursos.

Pero, para que la búsqueda pueda completarse, es necesario realizar también el viaje hacia fuera de uno mismo.

El hombre se hace hombre cuando es capaz de un éxtasis, capaz por tanto de salir de sí para dirigirse con todo su yo hacia el otro.

El descubrimiento de la alteridad, por tanto, aparece como un camino ineludible y privilegiado para proteger la verdad de uno mismo y del propio destino.

Consecuentemente, la alteridad abre de par en par dos direcciones en un único horizonte dialógico: el encuentro con el Tú de Dios y el encuentro con el tú del otro.

La relación de reciprocidad hombre-mujer en esta segunda dirección resulta paradigmático y reveladora de cara a los objetivos de una plena realización de la persona humana.

Sólo el éxtasis hacia el tú que remite al mismo dinamismo de la vida trinitaria permite superar el límite del egocentrismo.

Donde existe la posibilidad de salir constantemente de uno mismo, proyectándose como don, las experiencias de voluntariado, de servicio al prójimo en todas las formas posibles, la capacidad de un diálogo maduro expresan el grado de madurez de la persona.

Y es importante notar que nuestro viaje hacia el interior se ajusta con el exterior en cuanto que uno y otro deben conjugarse constante y coherentemente en la contemporaneidad de un dinamismo que reclama los dos movimientos, el centrípeto y el centrífugo.

Además nos damos cuenta de estar inhabitados por la alteridad de Dios y de los otros y por tanto de que podemos encontrarlos dentro de nosotros mismos y acercamos al misterio de Dios en todos aquellos que se convierten en compañeros de camino y destinatarios de nuestro amor.

No es de extrañar pues que el evangelio de Mateo haga esa identificación misteriosa entre el pobre y Cristo; el pobre constituye real y visiblemente el sacramento de Cristo: “Tuve hambre y me disteis de comer…” (Mt 25, 31-46).

Vivir en constante referencia a la alteridad ofrecida por la palabra de Dios, por un lado, y por la comunidad, por el otro, significa haber descubierto las coordenadas esenciales de la vida de un cristiano adulto.

La opción fundamental signo de madurez humana

Cuando se pasa de la conciencia de ser libres a la capacidad de ejercer la libertad de un modo plenamente humano, entonces es cuando se alcanza un grado de humanidad significativo.

El problema es de vastas proporciones y presenta una gran complejidad; nuestra ¿poca se caracteriza por un modo difuso de vivir “al día” que encarna, digamos que en ocasiones y no siempre, la fisonomía del pensamiento relativo al carpe diem.  La mayoría de las veces ese vivir “al día” es sólo el resultado de la incapacidad de hacer una elección y acaba siendo una muestra clara de que también se dan tendencias de incoherencia radical.

El verdadero problema consiste en que, para vivir de una forma coherente, es necesario remitirse constantemente a una referencia única y a unos criterios precisos.

En mi particular consideración urge el saber proponer la posibilidad oportuna de la opción fundamental, queriendo expresar con esto la elección, en la medida de lo posible, de un fundamento de todas las demás elecciones parciales.

Para llegar a este momento tan importante es necesario acompañar al joven para que en primer lugar identifique y posteriormente asuma existencialmente una opción radical, sobre la base de un proceso que le permita llevar a cabo un verdadero discernimiento y dar los pasos necesarios para construir una vida coherente con sus correspondientes actitudes y comportamientos.

Si por ejemplo un muchacho escoge el dinero como opción fundamental de su vida resultará comprensible la elección de un trabajo más remunerado, la elección de una consorte rica, la elección de amigos influyentes, el uso del tiempo libre como ocasión para conseguir más dinero…..

Lo que importa es hacer ver a la persona que una opción fundamental requiere el concurso de todas sus capacidades para que su voluntad se comprometa íntegramente; sólo en este horizonte parece posible manifestar el compromiso personal pronunciando aquella conocida expresión que hoy es bastante infrecuente: “sí, para siempre”.

 El sentido de la responsabilidad

La raíz del término “responsabilidad” es el verbo respondeo.  La responsabilidad por tanto exige la capacidad de pronunciar un “heme aquí ‘personal sabiendo que ello lleva consigo un estar disponible a la llamada que interpela.

Implica a su vez una voluntad firme de liberarse de los condicionamientos personales y sociales y de cualquier tipo de prejuicios para de este modo comprometerse en la autor-realización que, cuando es auténtica, coincide misteriosamente con el don de uno a la comunidad: no son dos realidades contrapuestas en la óptica cristiana; de hecho las dos realidades son las dos caras del proceso único del estar configurados con Cristo.

La capacidad de responsabilidad se adquiere, como momento significativo de un proceso de crecimiento, cuando la persona está dispuesta a descubrir la propia identidad y la propia misión, al tiempo que va manifestando la madurez personal por el hecho de disponer de sí y por estar disponible para los demás.

En este proceso el joven no puede estar solo: tiene necesidad de saber que alguien con conocimiento y experiencia puede acompañarlo para ayudarle a no perder el camino ante esta tarea ciertamente ardua, pero también para discernir con equilibrio y con una cierta distancia.

La elección vocacional

La primera gran llamada que uno recibe es la llamada a la vida: el nombre que uno recibe en el bautismo es el signo de esta llamada.  El sentido del nombre en el mundo semítico y especialmente en la Biblia nos permite penetrar a fondo en este misterio.  Basta pensar en

Adán que da nombre a toda criatura: pronunciar el nombre significa otorgar una identidad y declararla perteneciente a alguien.

En el bautismo se da un admirable commercium; apenas se pronuncia el nombre del niño se realiza el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo, como uniendo la identidad del niño con la pertenencia a la Trinidad.  De este modo se muestra una recíproca pertenencia: la nueva criatura pertenece a la Trinidad, pero también la Trinidad en algunos aspectos pertenece al niño en cuanto desde aquel momento lo inhabita.

La vocación constituye la cita con el nuevo nombre: se trata de escuchar, percibir, acoger el nombre nuevo pronunciado por el Señor, con el que se renueva la alianza y la pertenencia recíproca experimentada sacramentalmente en el bautismo.  Cada hombre y cada mujer tienen una identidad irrepetible y una misión particular.

La responsabilidad de una elección vocacional requiere:

- el reconocimiento de la primacía y de la iniciativa de Dios

- la capacidad de vivir una libertad liberada

- una actitud de abandono confiado en la acción del Espíritu

- el conocimiento del formar parte del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia con una función específica

Es necesario aceptar la limitación de criaturas y la condición pecadora como dos realidades inherentes al hombre y saber ver con los ojos de la fe la posibilidad de que, con el consentimiento de la persona, el Señor puede superar la fragilidad humana, inhabitarla, vivificarla, transfigurarla y así poder cumplir su voluntad.

El joven, sin esperar unos momentos especiales de certezas y de fortaleza, debe asumir y hacer propia la expresión de Pablo: “Cuando soy débil es cuando soy fuerte”.

Es únicamente en este momento del recorrido cuando se puede pronunciar el fiat, aquí, ahora y por siempre, en una perspectiva sinérgica que ve comprometidos a Dios y al hombre en la realización de las mirabilia Dei, en las que se dan al mismo tiempo la felicidad de la persona y el fruto apostólico.

Al joven que ofrece su vida no le queda nada más que entregarse sin reservas, aunque no comprenda todo al momento, manteniendo una actitud de reflexión al estilo de María: “Meditaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 3 l).

Se debe insistir no tanto en el camino del deber sino en la vía pulchritudinis, aquella que Dios ha escogido para atraerse hacia sí al hombre.  En el pasado se insistía sobre el valor del verum en el camino filosófico, más recientemente sobre el bonum, haciendo hincapié en la vida moral, hoy creo que se debe resaltar la belleza del vivir la aventura de la vida con el Señor y para el Señor: caminar con él es bello, contemplar su rostro es bello, amar es bello.

A su vez y por contraste no se puede dejar de señalar la experiencia evangélica del joven rico que, alejándose de Jesús y respondiendo silenciosamente con un “no”, “se fue muy triste” (Mt 19, 22).

Lo reflexionado hasta el momento necesita una buena dosis de discernimiento.  Y esto es un arte y como tal necesita una preparación general, una competencia específica, una buena dosis de experiencia y sabiduría, pero sobre todo una gran familiaridad con la lógica de Dios.

Quien acompaña a los jóvenes en este proceso nada fácil necesita saber conjugar la palabra de Dios, la historia del mundo y la personal, pero sobre todo necesita poseer una experiencia fuerte de oración para pedir luz y equilibrio junto a un sentido profundo de la vida sobrenatural.

La oración, las realidades existenciales, las instancias eclesiales, las cualidades y límites personales tienen que verificarse con anterioridad a la elección definitiva.

Hacen falta personas muy sensibles y especializadas en el trabajo del acompañamiento vocacional.

Nuestras Iglesias y comunidades deberían invertir mucho más en esta tarea.

¿Maestros o testimonios?

Llegados a este punto no es irrelevante el hacerse una pregunta de fondo referida a los laicos adultos, religiosos/as, presbíteros: ¿cuál es su auténtica dedicación en relación a su vocación y a su misión?

Probablemente será necesario el hacer un examen de conciencia poniendo al descubierto nuestra vivencia y nuestro sentir, volviendo a considerar la consistencia de nuestra fe, esperanza y caridad, tanto en nuestro mundo interior como en el que se transparenta y visibiliza.

No podemos dejar de preguntamos por nuestro grado de pasión por el Reino, de compasión por el hombre, de fidelidad al Señor y su evangelio.

El mundo de los adultos en la fe debe dejarse interpelar a fondo por las expresiones que ya aparecen en Ap 2, 2-5: “Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza … Tienes entereza y has sufrido por mi nombre sin claudicar.  Pero he de echarte en cara que has dejado enfriar el amor primero.  Recuerda, pues, de dónde has caído; cambia de actitud y vuelve a tu conducta primera”.

Pablo VI decía que nuestro tiempo tiene más necesidad de testimonios que de maestros y que los maestros pueden serlo sólo si son también testimonios.

La gracia de ser unos enamorados de Cristo y del hombre hay que pedirla continuamente lo mismo que los dones de la fidelidad y de la coherencia.

III. PROPUESTAS

Dejarse configurar con Cristo

A partir de la intuición profunda contenida en la expresión de san Juan de la Cruz podemos ofrecer algunas propuestas: “el que ama acaba asemejándose cada vez más al amado”.

a) El recorrido de la maduración humana

 No podemos hablar de una verdadera adhesión del cristiano a su Señor si no es a partir de un serio proceso de maduración humana, ya que es el hombre con todo su ser el que pronuncia su “sí”, respondiendo al imperativo del mandamiento único del amor: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás al prójimo como a ti mism6′ (Mt 22, 32 -39).

Este mandamiento encierra un triple dinamismo:

1) Proceso de simplificación

En el sentido de ser capaces, una vez conocidos los diversos artículos de la fe, de reconducir a lo esencial el credo personal, la orientación existencias, el fin último.  Esto requiere, contrariamente a lo que se suele pensar, una profundización en la realidad personal pero también en los puntos cardinales del creer, para ser capaces en el momento oportuno de elaborar contenidos, posibles caminos nuevos, pistas nuevas de reflexión que abarquen toda su complejidad.

2) Proceso de unificación

Es fruto del ejercicio de una verdadera sabiduría que sabe contar con la complejidad propia del ser humano.  Requiere conocimiento de sí, de los componentes humanos (mente, corazón, capacidades..), con el fin de reconducirlos a la unidad.

El yo que responde es un yo unificado, tanto a partir de las propuestas y logros de las ciencias humanas, como al permitir que la gracia actúe en su yo profundo, aunque todo ello pueda parecer costoso.

3) Proceso de armonización

El proceso de armonización no será un proceso de homologación o de reducción a un único elemento, sino que siempre se moverá en una línea de ejercicio armónico de los diversos componentes del hombre: inteligencia, voluntad, libertad, sentimiento, sexualidad, espiritualidad…

Esta armonización requiere el prestar atención a todos los componentes en un proyecto de formación permanente con etapas, métodos, experiencias, objetivos claros y personalizados.  Con ello se crean las condiciones que permiten sintonizar dócilmente con la acción del Espíritu.

 b) Formación y modelo de Iglesia

 Cada agente en el campo de la formación no puede dejar de indicar la necesidad de tener como referencia a la Iglesia, en nombre y en función de la cual trabaja.

No es insignificante, por tanto, plantear el problema de cuál tiene que ser el modelo de referencia, especialmente para determinar y recorrer los itinerarios Normativos que son los que ofrecen una imagen de Iglesia al destinatario, pero sobre todo para integrarle vitalmente en su entramado, ofreciendo perspectivas, actitudes, comportamientos que hacen crecer a la comunidad eclesial en unas direcciones y no en otras.

La característica primera y más significativa de la Iglesia que debe mostrar el acompañante espiritual es la de ser madre y maestra.  Actitudes, comunicaciones y expresiones verbales y no verbales, opciones de vida, todo debe contribuir a mostrar el rostro de una comunidad acogedora, comprensiva, tierna y fuerte al mismo tiempo, previsora, tolerante y a su vez capaz de ser exigente, compasiva y atenta a sus hijos, dispuesta a cuidar de cada uno de ellos y a estar pronta para perdonar en cualquier circunstancia.  La autoridad que supone el ser maestra asume un significado especial y, desde este significado especial, aquél que vive en su seno es más dócil y está más disponible a escuchar sus enseñanzas y orientaciones, puesto que tiende a comprenderlas como signo del amor materno y no tanto como preceptos dictados bajo otras perspectivas no fácilmente asimilables.

Otra característica que no puede faltar es la de una Iglesia dialogante, comunicativo, encarnada en la historia, capaz de asumir el mensaje claramente descifrable del Logos que se hace interlocutor del hombre haciéndose él mismo hombre, que vino para anunciar a todos la buena noticia, y que, asumiendo la historia con todas sus contradicciones, invita a los discípulos de cualquier época a vivir con lucidez y responsabilidad los acontecimientos históricos como protagonistas que son y no como meros espectadores pasivos.

Una Iglesia pues que lee e interpreta los signos de los tiempos y se encarna vitalmente en el curso de los acontecimientos para orientar todo hacia Cristo por diversos caminos.

Es también importante mostrar el rostro de una Iglesia fraterna y solidaria, atenta a los más pequeños, capaz de hacerse sierva de todo hombre, de denunciar la injusticia y de luchar con las armas del amor contra toda violencia y prepotencia.  Un rostro de Iglesia comunidad comunión donde se experimenta la circularidad de la vida trinitaria y la capacidad de compartir, una Iglesia pobre al servicio de los últimos de la tierra.

No debe aparcarse en segunda fila la radicalidad evangélica, que debe trasparentar en las grandes y pequeñas opciones diarias el espíritu de las bienaventuranzas.  Una Iglesia que no se mueve pues por la lógica del mundo, que no asume como propios algunos criterios mundanos como pueden ser el éxito, el consenso, el poder, el hacer carrera … sino que permanece fiel al Dios crucificado y rechazado, capaz del don gratuito y total y fiel al evangelio sine glossa.

El agente eclesial, sea laico o consagrado, debe mostrar el rostro de una Iglesia enamorada de su Esposo, que se deja trasfigurar por la eucaristía, que tiende hacia una santidad luminosa que da credibilidad a la comunidad de los creyentes.

Se siente con fuerza la necesidad de ver en la Iglesia la posibilidad de conjugar institución y dinamismo carismático como dos caras de una única realidad, donde el discernimiento eclesial permita abrir espacios de creatividad a cuantos se dejan conformar por la acción del Espíritu.  Dicho de otro modo, una Iglesia que sea profético en todas sus manifestaciones.

Es importante tener en cuenta que la Iglesia que vive inmersa en la actualidad del aquí y ahora no debe descuidar de ninguna manera el valorar los elementos de la tradición y las muy ricas experiencias de santidad del pasado.  Una Iglesia capaz de volver a proponer el valor de la vida ascética, del ayuno, de la limosna, de la oración en todas sus expresiones, de la penitencia, pero también las cimas de la vida mística en el horizonte de la unión total y definitiva con el Señor de la vida.

c) El coraje de la propuesta

 Uno de los problemas más extendidos en la actualidad es el de proponer metas e itinerarios Normativos mínimos a los jóvenes, dada su fragilidad “generacional” y su retraso objetivo en el proceso de maduración.  El listón se pone más bajo, no se adiestra ni se educa a los muchachos para dar “saltos” cada vez mayores.  Con ello podemos decir que se corre el riesgo de provocar la fuga o la desafección de los jóvenes, en cuanto que, al ir acomodando los objetivos que se quieren conseguir, quedan rebajados de tal manera que pueden entenderse como un enjuiciamiento indirecto de la mediocridad de los jóvenes en formación.

Tal vez nuestras propuestas tengan que ser más exigentes, señalando ideales de gran calado, despertando en los jóvenes la atracción que produce la fascinación de la cumbre.

Hay que atreverse a invitar a los jóvenes a correr el riesgo del amor, a jugarse su vida sabiendo que Dios se ha jugado la suya en la historia de los hombres.

No debe preocuparnos el hecho de proponer el modelo de Pedro que es capaz de caminar sobre las aguas teniendo fija su mirada en los ojos luminosos y misericordiosos de su Señor.

No se debe ocultar la dificultad de la locura que supone la aventura de vivir con el Señor, una aventura de amor que permite en cualquier caso vivir la dimensión transfiguradora del dejarse conducir, forjar, plasmar, conformar por el Espíritu de Cristo para alcanzar de este modo la meta de nuestra existencia: vivir en comunión amorosa con las tres personas divinas.

d) Itinerarios formativos personalizados

 Todo lo expuesto hasta aquí demanda una reflexión que posibilite el diseño de los itinerarios Normativos de los jóvenes, precisando las etapas, los objetivos, los medios, las modalidades, los tiempos…

Es evidente que esta programación, más que el resultado improvisado de unos cuantos individuos que trabajan por su cuenta, tiene que ser el fruto de un trabajo en equipo que presente, en lo que a sus contenidos se refiere, diversas perspectivas de formación, sin perder de vista las diversas instancias que entran en juego.

Se necesitará por tanto, según mi punto de vista, crear un itinerario de crecimiento para el mismo equipo, de modo que existan horizontes comunes de referencia, se adquiera un lenguaje lo más circular posible, se verifique qué modos de pensar y qué categorías interpretativas pueden asumirse comunitariamente.  Grupos de trabajo que adquieran en la oración, hecha desde la escucha de la palabra de Dios, en la reflexión común, en el intercambio frecuente de ideas y de experiencias, un sentir común, un deseo compartido de “gastarse” por una causa común dentro de un clima de auténtica fraternidad y corresponsabilidad.

El equipo de agentes de formación debe ser para el joven como el hogar y el caldo de cultivo en los que acepta el ir creciendo poco a poco y pacientemente junto a los otros jóvenes, dándose a conocer tal como es e intentando comunicar sus iniciativas más profundas y sus dificultades, sin dejar de experimentar diariamente un clima de acogida y un estilo sencillo y familiar de vida.

Se trata pues de saber armonizar una programación, digamos que general, con el ritmo, la capacidad y los problemas de cada uno de los Normandos: personalizar los itinerarios es la única salida si queremos seguir afirmando que cada uno es único e irrepetible.

La formación tiene que ser la respuesta al hecho de “llamar a cada uno por su nombre” dentro de un número más o menos amplio de jóvenes.

También hay que procurar una integración de la sociología, psicología, teología y perspectiva pastoral y espiritual.  Cuanto más armónica resulte la propuesta Normativa, mayor será el éxito en lo que concierne a una personalidad equilibrada, humanamente rica y espiritualmente profunda y dócil, dispuesta a vivir la sorpresa de Dios.